miércoles, 7 de marzo de 2018

Mi mochila de docente sin armas


Escrito por:
Lic.  Santiago Caballero

Me niego rotundamente a portar armas, del tipo que fuera, en las aulas. Jamás llevaré ni en la cintura, ni en la mochila, ni entre los libros y los apuntes ningún objeto destinado a agredir o repeler. Jamás de los jamaces portaré un arma blanca, azul, negra, en un espacio destinado a compartir mis conocimientos, a ayudar a los otros a valorar el pensamiento, la investigación; a analizar  los logros de ayer, los de ahora, para promover juntos una mejor convivencia, una sociedad justa e inclusiva.  
Me resulta altamente revulsivo el “consejo”, aunque venga del presidente norteamericano. Este señor, incapaz de poner fin al comercio irrestricto de las armas, se toma el atrevimiento de sugerir que los docentes vayamos a las aulas proveídos de otras tantas armas. Tamaña estupidez sólo puede provenir de los poderes al servicio del dinero, de las ganancias a lo que dé lugar sin importar los perjuicios consecuentes. En esta línea, la  industria de la guerra ocupa un lugar medular. Esta industria, con pingües ganancias para los gobiernos que la impulsan y para las empresas comprometidas, se inscribe en el perverso juego de la destrucción de las naciones, de los gobiernos no alineados, de las culturas consideradas peligrosas. Cuando se desatan los ataques, no los para ni las declaraciones de los notables, ni el clamor de los víctimas; las mortandades alcanzan a civiles, niños, enfermos, ancianos;  los patrimonios de las culturas, los seres vivos son aniquilados a discreción.

NOS PRIVAN DE LA TERNURA

Hacia el año 1982, el genio de la cinematografía, Steven Spielberg, ofrecía al mundo “ET”, “El extraterrestre”. Este personaje, dejado a la deriva por los suyos, se encuentra en una familia norteamericana de clase media, en mitad de un doloroso conflicto por la ausencia del papá, fugado con una amante. La simpatía del extraño visitante, a pesar de su apariencia monstruosa, sus esfuerzos por comunicarse con sus nuevos amigos, nos hicieron olvidar el conflicto doloroso  familiar. Drama empeorado por la ausencia de la madre, obligada a trabajar fuera para mantener su hogar y de una educación escolar muy preocupada en disecar ranas  en nombre de la ciencia, pero lejana a sus soledades, a sus ansias de cariño y comunicación. Mis hijas, por entonces niñas, lloraban a la par de nosotros, sus padres, ante  la despedida del ET, pero sin  preocuparnos ya de los conflictos de los niños, de la familia, de la educación deshumanizada.
Casi cuarenta años después de la profética película de Spielbert, las grandes y vitales ausencias anunciadas allí,   se globalizaron. Los hijos de las tinieblas, más sagaces que los hijos de la luz, según el Evangelio, incentivaron las guerras mundiales no declaradas, pero de igual o mayor poder de devastación, siempre con  perfeccionamiento de las armas; hacen caso omiso de la destrucción de la naturaleza, al punto de peligrar la vida en la tierra. A la par, el tráfico y comercio de las armas se convirtió en un rubro próspero e intocable en nombre de la libertad. Y los centros de enseñanza, de todos los niveles, se volvieron enclaves de la transmisión de los saberes, agigantada por las nuevas tecnologías, pero cada vez más vacíos de los principios éticos, de la solidaridad, de la ayuda mutua, del diálogo.

  
Las matanzas en los colegios en manos de alumnos de los mismos centros, cada vez con mayor frecuencia, son síntomas de una   sociedad incapaz de encontrar límites a la industria muy próspera de la guerra y de la violencia homicida; en esta sociedad, la escuela no es un lugar de encuentro, de superación, de permanente diálogo entre las nuevas y las anteriores generaciones, para construir juntas verdaderos grupos humanos, grupos donde se aprenda el respeto a la dignidad humana, a las diferencias, donde el amor se canalice en la solidaridad; donde  los conocimientos de las ciencias y de las artes, mancomunen los ideales de ser más sobre el tener más.  
Por eso me niego a portar armas en las instituciones de enseñanza. Me niego, igualmente,  a usar la terminología que pretende esconder la violencia como cuando se habla de “disparador” en vez de motivador; de las “armas” en vez de instrumentos….Mi lenguaje no traicionará mis principios de paz, de diálogo, de inclusión. Nunca usaré ni las  armas reales ni las  armas metafóricas.