Montanaro constituía él solo una
verdadera tribuna de la pasión.
En el antañoso Cabildo, en cuyos muros
vigilaban los heraldos de las antiguas rebeldías, Montanaro vibraba en sus
discursos templados en las llamas de su elocuencia con arrebatos de
exaltación.
No era espadachín de estilo académico y líneas clásicas, sino un
duelista de filo y contrafilo que se jugaba en la punta de su sable la dignidad
del hombre, el honor de su divisa y el ardor de sus ideas. Su banca fue así un
reducto bélico y el Partido Colorado tuvo en su figura
y en su verbo al apasionado abanderado de su causa.
Recordado también por su característico sombrero de ala ancha, su
esgrimiente bastón y su corbata roja al aire en proclama
y desafío.
Montanaro murió en pleno triunfo. El
Partido Colorado había conocido caídas y derrotas, pero tuvo hombres que
supieron mantener encendida la llama de la tea, soportar los embates adversos
y encender una vez mas la luz de la mañana. Entre ellos estaba Montanaro como
custodio de la fe.
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