Escrito por: Santiango Caballero
El mensaje completo dice: “El que miente, roba. El que roba, mata. Y, el que mata se va al infierno”. Es una de las máximas que resume un consejo de nuestros abuelos, de nuestros padres, y que, a Dios gracias, el tiempo no lo ha borrado en muchos hogares; lastimosamente, en otros muchos no solo pasó al desuso sino que es absolutamente despreciado, desechado por considerarlo pasado de moda, des-actualizado, obsoleto, inservible; en fin, catalogado por muchos como “plagueo de viejos y de viejas”.
Perduran, como este consejo, muchas pautas de comportamiento moral que nos hablan de los principios éticos muy profundos y siempre actuales. Así, el respeto a la vida, a las pertenencias ajenas, a la palabra dada, a la honestidad a toda costa y sobre lo cual, según el catecismo católico, se basa incluso el tipo de vida que se llevará después de la muerte.
Una gran pregunta que se impone es ¿qué pasó para que este tipo de consejos esté olvidado o pospuesto o muy poco vigente? Ante todo, convengamos que no se trata de un antes y de un ahora, como es a lo que muchas veces reducimos nuestros análisis. Hay que instalar que no todo el tiempo pasado fue mejor o maravilloso ni que todo lo actual está podrido, perdido. Antes, en los otros tiempos ya había corrupción, robo, mentiras, aprovechamiento egoista de los poderes. La vida y los comportamientos de nuestros grandes héroes nos muestran a las claras esta verdad. Pero, para ello, tenemos que aprender a elegir nuestras fuentes, desechar las que solo cantan las glorias, las gestas maravillosas, pero dejan de lado sus miserias, sus ambiciones. En nuestro país, por eso, estamos ya mal acostumbrado en usar el calificativo de “héroe” solo a los que comandaron en las guerras. De los civiles, ni recuerdo. Hace poco leí una reseña sobre monseñor Ismael Rolón con este título: “el héroe civil”. O sea, el valiente, gran defensor de la democracia, de los derechos humanos es, efectivamente un “héroe” pero civil.
Asimismo, siempre será muy útil que analicemos cómo al paso de los tiempos se fueron afianzando los nuevos “valores” o sea las ideas motivadoras en la vida, las que nos empujan a determinados comportamientos. En una muy iluminadora síntesis, los entendidos no dicen que sucedió que “el tener” pasó a ser más importante que el “el ser”. El genial Quino nos dice por boca de uno de sus personajes niños: “Bah, el que no tiene ni siquiera es”. Pero, por encima de la gracia que cause este simpático aporte, estamos ante la raíz de nuestros males. De diversas formas, en los últimos tiempos, hay claras muestras de cómo el consumismo nos hace creer que lo que tenemos, que debe ser siempre lo mejor, lo más caro, lo más de moda, es la clave para ser felices, para realizarnos como personas.
Pero lo peor de todo es que a la caza de tener, siempre tener, dejamos de lado el respeto a lo ajeno, el imperativo de procurar que al mismo tiempo que no nos falte lo esencial, ayudemos a hacer realidad este mismo derecho para todos. Según nuestra cultura cristiana, los bienes de la creación son de todos, están al servicio del bienestar de todos.
Es ahí donde debemos colocar el consejo de nuestros antepasados. Porque el mentir, o sea, “decir o manifestar lo contrario de lo que se sabe, cree o piensa”, es la raíz de los males, entre los que se cita nada menos que el matar, negar a otro el derecho a la vida, a la existencia, lo más sagrado, el más fundamental de los derechos humanos.
Constatamos que los accidentes callejeros y ruteros en nuestro país son una de las principales causas de las muertes. Pero, ¿por qué ocurren? Porque son ocasionados por conductores ebrios; por conductores menores de edad sin licencias; por los irresponsables que no conocen las reglas del buen conducir los vehículos. Es un dato suficiente para replantearnos cuán lejos estamos de ser responsables, conocedores y cumplidores de nuestras obligaciones, de los derechos de los demás, porque no asumimos la verdad en nuestros comportamientos, al contrario, es la mentira, en sus múltiples acepciones, la que nos guía.
Convengamos que el tener es importante; pero, que nunca, por ningún motivo, nos neguemos el gran desafío de ser personas “de palabra”, como decían nuestros abuelos, auténticas, dignas, solidarias.