Escrito por: Lic. Santiago caballero
La noche del 24 de febrero de 2022 pasará a la historia como una noche oscura, terrible, inesperada, dolorosa, aunque ya anunciada. La televisión nos ofrecía las imágenes de la invasión del ejército ruso a Ucrania. Las noticias nos mostraban con meridiana claridad lo que nos convertía en testigos oculares, aunque a la distancia, de un crimen que creíamos ya olvidado, instalado solamente en las oscuras páginas de la historia pasada donde la ambición de un o unos poderosos pisoteaban el derecho inalienable de la territorialidad, la cultura, la religión, los bienes, de todos los pueblos del mundo. Pero todo eso instalado en el dolor, en la indignación, en la impotencia, de nosotros los televidentes de todo el orbe.
Y, seguidamente somos también testigos de las muertes, de los heridos, cuando desde el otro lado anunciaban sin ningún desparpajo que los civiles no serían víctimas de las bombas, de las metrallas, de los tanques. Seguidamente, las imágenes de la peregrinación de las miles de familias, con sus livianas valijas, con su dolor a cuestas por el largo y estrecho camino de la búsqueda de la seguridad, de mantenerse con vida; al mismo tiempo, otras tantas familias con sus escasas pertenencias, con los alimentos recogidos al azar, con sus mascotas, en los subterráneos de los trenes, en los subsuelos de los hoteles. La campana del terror repiquetea en el límpido cielo ucraniano del que toma el azul su bandera y también en los campos llenos de trigo amarillo, la otra franja del símbolo patrio. La invasión destroza la bandera pero jamás podrá volver cenizas el límpido cielo azul y los campos de trigo porque la libertad y el trabajo son parte del ser de cada uno de sus habitantes.
Esa
noche no pude conciliar el sueño. Me hería las entrañas cada imagen de esta
guerra empezada y como toda guerra de incierto, oculto final. En mis tareas
pedagógicas al sur del país pude conocer a muchos ucranianos, amigos muy
queridos. Conocí, gusté, su música, sus danzas, los trajes típicos, coloridos,
eufóricos, vitales. Son expresiones de un pueblo valiente, amante de sus
costumbres, de sus tradiciones, pero, al mismo tiempo, respetuoso de los otros,
de sus eventuales vecinos o com-patriotas. Con el padre Filipó participé de las
misas de rito particular.
Sufro
con Ucrania. Sufro con todos sus hijos, los víctimas de la invasión y los que
dispersos por el mundo entero ven con dolor lo que sucede en la madre-patria.
Pedí a Manuel Cyncar, vocero de los ucranianos en Encarnación, que me traduzca
a su idioma ¡VIVA UCRANIA LIBRE! Me ofreció esta versión con la posibilidad de
escribirlo en nuestro alfabeto: ¡SLAVA UCRAINI!, que sería ¡GLORIA A UCRANIA.
Lo repito con el deseo del mundo entero: Paz para Ucrania.
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