miércoles, 20 de julio de 2022

Un día en la escuela de Ramón'i

Lic. Santiago Caballero

Ramón Indalecio Cardozo es un educador guaireño considerado como un adelantado por sus ideas renovadoras en la educación. Muy de vez en cuando se lo recuerda, se lo cita. Por eso, cuando una muy querida amiga me habló de su experiencia escolar, de mediados del siglo pasado, tomé nota y les comparto.

Ella vivía con su familia en una compañía de un pueblo de las Cordilleras. Describe el entorno de la escuela con pinceladas bucólicas porque estaba  instalada en un enorme predio con un pastizal cuyo verdor invitaba al bullicio, al correteo y, al mismo tiempo a la paz. El sencillo edificio estaba rodeado de árboles cuya sombra protegía a los niños en los recreos. En los terrenos vecinos  que rodeaban la escuela lucían los cocoteros gigantes, así como árboles autóctonos que regalaban sabrosas frutas.

Recuerda con mucho cariño a la maestra. La Señorita que, contrariamente al destino de la mayoría de las docentes, un año se casó. La ceremonia religiosa se realizó en el oratorio no muy lejano de la escuela de donde partió la caravana de los niños, con sus blancos guardapolvos,  los padres de familia y los miembros de la comunidad encabezada por los novios montados a caballo. Terminada la ceremonia, y ya en plena algarabía, la misma comitiva se encaminó a la escuela donde se preparó el festejo. Para ello, cada alumno, sus padres y los lugareños, portaron sus matulas dispuestas en una mesa acomodada en el patio mediante la unión de los muebles de las clases. Fue una fiesta inolvidable donde los recién casados, los niños y todos se divirtieron como nunca. La Señorita pasaba ya a ser la Señora aunque a muchos niños les costaba acertar el nuevo trato a conferir a la querida maestra.


Nuestra narradora pasa luego a recordar que la limpieza del predio, de las aulas, estaba a cargo de las maestras y los niños. Se establecían los turnos para el aseo del patio, pero diariamente cada grado barría y sacaba el polvo de sus respectivas clases. Incluso, recuerda, en cada grado se designaban los alumnos responsables por semana de borrar el pizarrón, de munir cada aula con las tizas necesarias y otros menesteres. Pizarrón y tiza eran los únicos e infaltables medios tecnológicos comunes en el aula, cada escolar manejaba sus cuadernos, sus lápices y alguno que otro algún el libro correspondiente al grado.

Pero el patio, dice, no era sólo el bucólico escenario de este centro del saber. Al contrario, era parte del sistema educativo. Ante todo, formaba parte del escenario de la limpieza a manos de los escolares. Pero, además, allí se instaron hermosas huertas y  productivos gallineros. Como lo escuchás. Los niños y niñas se esmeraban por cultivar, regar, abonar, diversas especies de hortalizas. Igualmente, por  alimentar a las gallinas, cuidar los nidos, limpiar los espacios. Pero, ¿y qué pasaba con las verduras, los huevos? Pues, en la cocina de la escuela, con los pucheros donados por sus padres, los niños, las niñas, sin distinción, aprendían a cocinar diversos platos y a alimentarse sanamente.

No olvida la narradora otro quehacer educativo. En los terrenos lindantes a la escuela se levantaban esbeltos y abundantes cocoteros que en la estación correspondiente se llenaban de racimos de la fruta que luego caían al suelo. Pues bien. Los niños traían de sus casas unos cubos de latón con lo que iban en grupos a recoger los frutos. ¿Para qué? Los mismos eran vendidos al almacenero del lugar que, posteriormente, lo revendía al recolector para, a su vez, lo destinaba a la fábrica de aceite cercano. El dinero de los niños iba a la caja escolar para cubrir los gastos de los enseres pedagógicos necesarios.  

Cuando abordó el tema de la disciplina, la narradora sonríe pícaramente. Sí, en esa época las maestras practicaban los mismos o parecidos métodos de los papás y las mamás: los tirones de las orejas o de los cabellos, los tuques, la ida al rincón, ponerse de rodillas sobre piedrecitas, y etc. Sin embargo, no porque sean métodos hogareños, no solo tolerados sino aconsejados vivamente, son irreprochables. Hoy, ya no es lo común, pero continúa su práctica porque no hay conciencia del enorme, en muchos casos irreversibles daños en los niños: destruyen la autoestima, la capacidad de reacciones justas ante las autoridades, la práctica de relaciones armónicas entre iguales y con los mayores.

Pero, aparte de esto último, no hay duda que la educación escolar  experimentada por nuestra narradora y muchos otros, hoy ya está en desuso. Ya no hay huertas ni gallineros, no hay prácticas de limpieza del ambiente, del goce de la naturaleza, de las relaciones de la escuela y la comunidad, el entorno. Hemos perdido prácticas muy valiosas que el gran pedagogo guaireño Ramón Indalecio Cardozo pergeñó pero que las corrientes nuevas no tuvieron en cuenta para construir un sistema escolar acorde con nuestra cultura, con el ambiente, con las realidades locales.

Fue muy grato escuchar este relato. Nos invita a soñar con un sistema escolar donde la educación integre a la lecto escritura los valores de la solidaridad, de la ayuda mutua, del cuidado de la naturaleza, de los animales, del diálogo con los padres, con la comunidad entera.

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