Escrito por:
Lic. Santiago Caballero
Me niego rotundamente a portar armas,
del tipo que fuera, en las aulas. Jamás llevaré ni en la cintura, ni en la
mochila, ni entre los libros y los apuntes ningún objeto destinado a agredir o
repeler. Jamás de los jamaces portaré un arma blanca, azul, negra, en un
espacio destinado a compartir mis conocimientos, a ayudar a los otros a valorar
el pensamiento, la investigación; a analizar
los logros de ayer, los de ahora, para promover juntos una mejor
convivencia, una sociedad justa e inclusiva.
Me resulta altamente revulsivo el
“consejo”, aunque venga del presidente
norteamericano. Este señor, incapaz de poner fin al comercio irrestricto de las
armas, se toma el atrevimiento de sugerir que los docentes vayamos a las aulas
proveídos de otras tantas armas. Tamaña estupidez sólo
puede provenir de los poderes al servicio del dinero, de las ganancias a lo que
dé lugar sin importar los perjuicios consecuentes. En esta línea, la industria de la guerra ocupa un lugar medular.
Esta industria, con pingües ganancias para los
gobiernos que la impulsan y para las empresas comprometidas, se inscribe en el
perverso juego de la destrucción de las naciones, de los gobiernos no
alineados, de las culturas consideradas peligrosas. Cuando se desatan los
ataques, no los para ni las declaraciones de los notables, ni el clamor de los
víctimas; las mortandades alcanzan a civiles, niños, enfermos, ancianos; los
patrimonios de las culturas, los seres vivos son aniquilados a discreción.
NOS PRIVAN DE LA TERNURA
Hacia el año 1982, el genio de la
cinematografía, Steven Spielberg, ofrecía al mundo “ET”, “El extraterrestre”. Este
personaje, dejado a la deriva por los suyos, se encuentra en una familia
norteamericana de clase media, en mitad de un doloroso conflicto por la
ausencia del papá, fugado con una amante. La simpatía del extraño visitante, a
pesar de su apariencia monstruosa, sus esfuerzos por comunicarse con sus nuevos
amigos, nos hicieron olvidar el conflicto doloroso familiar. Drama empeorado por la ausencia de
la madre, obligada a trabajar fuera para mantener su hogar y de una educación
escolar muy preocupada en disecar ranas en nombre de la ciencia, pero lejana a sus
soledades, a sus ansias de cariño y comunicación. Mis hijas, por entonces
niñas, lloraban a la par de nosotros, sus padres, ante la despedida del ET, pero sin preocuparnos ya de los conflictos de los
niños, de la familia, de la educación deshumanizada.
Casi cuarenta años después de la
profética película de Spielbert, las grandes y vitales ausencias anunciadas
allí, se globalizaron. Los hijos de las tinieblas,
más sagaces que los hijos de la luz, según el Evangelio, incentivaron las
guerras mundiales no declaradas, pero de igual o mayor poder de devastación,
siempre con perfeccionamiento de las
armas; hacen caso omiso de la destrucción de la naturaleza, al punto de
peligrar la vida en la tierra. A la par, el tráfico y comercio de las armas se
convirtió en un rubro próspero e intocable en nombre de la libertad. Y los
centros de enseñanza, de todos los niveles, se volvieron enclaves de la
transmisión de los saberes, agigantada por las nuevas tecnologías, pero cada
vez más vacíos de los principios éticos, de la solidaridad, de la ayuda mutua,
del diálogo.
Las matanzas en los colegios en manos
de alumnos de los mismos centros, cada vez con mayor frecuencia, son síntomas de
una sociedad incapaz de encontrar límites a la
industria muy próspera de la guerra y de la violencia homicida; en esta sociedad,
la escuela no es un lugar de encuentro, de superación, de permanente diálogo
entre las nuevas y las anteriores generaciones, para construir juntas
verdaderos grupos humanos, grupos donde se aprenda el respeto a la dignidad
humana, a las diferencias, donde el amor se canalice en la solidaridad;
donde los conocimientos de las ciencias
y de las artes, mancomunen los ideales de ser más sobre el tener más.
Por eso me niego a portar armas en
las instituciones de enseñanza. Me niego, igualmente, a usar la terminología que pretende esconder
la violencia como cuando se habla de “disparador” en vez de motivador; de las
“armas” en vez de instrumentos….Mi lenguaje no traicionará mis principios de
paz, de diálogo, de inclusión. Nunca usaré ni las armas reales ni las armas metafóricas.
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